Relatos para un confinamiento


La espuma de los jueves se complace en presentarles el certamen de relato corto:
"El encierro de los jueves"
en su primera y, esperemos, única edición.

Once relatos participantes y tres premios en consonancia con los tiempos que corren y sus necesidades; doce rollos de papel higiénico para el relato ganador, un bote de lejía para el segundo y un par de guantes de látex para el tercero.
Somos así, todo nos parece poco si la escritura es buena.

Como miembros del jurado; Antonio, Aurelio, Viki, Manuel, Isa, Jorge, Rita, Pepi, Irene, Fernando, Marí Ángeles, César, María José, Araceli, Pía y Angie. Dieciseis amigos y amigas que, en mayor o menor medida, están relacionados con el taller o con sus componentes.


¡Primer premio!
La hora de los aplausos
Rosa Domínguez
(Lamae)

Rosa, Sofía y sus pensamientos en estos días
Eloísa sube sin resuello. Cinco plantas, cargada de bultos… no tiene costumbre. Pero mejor eso que coger el ascensor y que sepa cuándo llega. Se quita los guantes, la mascarilla, y los oculta en el bolsillo interior de su abrigo. Escucha un momento a través de la puerta. Hasta ella llegan unos gemidos leves: porno. Está en plena paja. Bien. Así no la oirá entrar.
Introduce la llave en la cerradura intentando no hacer ruido. Una bolsa, la de la fruta, resbala de su brazo. Las manzanas ruedan por el suelo de madera. En ese instante, Fernando sale del dormitorio subiéndose los pantalones.
— ¿Dónde has estado tanto tiempo?
— ¿Dónde quieres que esté? Haciendo la compra, ¿no lo ves?— Eloísa levanta las bolsas a modo de prueba—Si no te fías, ve tú la próxima vez.
—Ya sabes que con la puta diabetes el bicho ese puede matarme. No puedo salir. Y menos sin tener mascarilla ni guantes. Cabrones egoístas, ni un par han dejado en la farmacia. ¿Me has traído el tabaco?
—El kiosco está cerrado.
Fernando se acerca peligrosamente a ella. La mira de arriba abajo, le aparta un mechón de pelo que le tapa parte de la cara y observa el moratón.
—Maquíllate mejor la próxima vez que tengas que salir, pero sin parecer una guarra. No me vayas a dejar en evidencia—hace amago de golpearla y ella se aovilla. Fernando se aleja riendo por el pasillo, desabrochándose el pantalón mientras entra en el dormitorio—. Y ven a mamármela, que me has interrumpido la paja. Algo bueno tenía que tener el ERTE que te han hecho por culpa del bicho.
Tras lavarse bien el asco de la boca, Eloísa sale a tender la ropa. Resbala al pisar un charquillo de agua y por poco sale despedida balcón abajo. La barandilla continúa rota. Tras superar el susto del casi accidente, sonríe. Es la primera vez que se alegra de que su marido sea un inútil.
Pasa el día entre quehaceres. A las siete y media, saca la ropa de la lavadora sin centrifugar, y la tiende con cuidado, esquivando los charcos que se forman bajo sus pies. Mientras, él sale de la ducha, se afeita, se perfuma y se viste. Son las ocho menos diez.
—Cámbiate de una vez, pareces una chacha. No querrás que lleguemos tarde—le espeta cuando entra en el dormitorio, al mismo tiempo que él sale de la habitación.
—Solo vamos a aplaudir al balcón, no a la ópera. Ve tú, que yo voy en un minuto.
Eloísa se viste despacio, con mimo. Se maquilla bien y se recoge una coleta, tal y como Fernando quiere. Que la vean bien, su cara inmaculada Cuando suena el cohete que anuncia las ocho, escucha a cientos de personas gritando a la vez. Se asoma desde su habitación y ve allá abajo, sobre un coche, un amasijo sanguinolento. Se quita su anillo.
Es la hora de los aplausos.

¡Segundo premio!
Días difíciles
Ricardo Daza
(Deuteronomio
Ricardo, en fotografía "de frente", sin su banda de rock and roll
En lo que duró aquel largo periodo de confinamiento, mi casa fue lo más parecido a una parada de metro. Aquellas celebridades incorpóreas entraban y disponían de nuestras cosas sin permiso. Después desaparecían sin avisar, sin dejar huella, sin agradecer nuestra hospitalidad ni disculparse por los estragos causados.
Para hacernos más llevadero el encierro, un amigo escritor comenzó a colgar cada mañana, en un grupo de Whatsapp, audios de sus colaboraciones en un programa de radio, en el que hablaba de la vida de escritores célebres.
No tengo palabras para agradecérselo.
El 17 de marzo nos envió el audio en el que hablaba de John Dowland, un compositor bardo del siglo XVI que no encajaba en la Corte de Isabel I de Inglaterra. Quizá fue por eso por lo que, para refugiarse de la pandemia, vino a instalarse en la azotea de mi casa. Lo descubrimos esa tarde a las ocho, cuando subimos a rendir homenaje a los trabajadores de la sanidad. Entonando sus cantos populares, rivalizaba con el vecino del saxofón y la cantante de ópera de la terraza de enfrente, acompañada al piano por su marido.
El siguiente en aparecer fue H.G Wells. Tuvimos que hacerle un sitio en la cocina, donde más a gusto se encontraba. Hasta la noche del día 20 apenas reparamos en su presencia. Como el ente irreal que era no suponía para nosotros una boca más que alimentar. Tampoco interfería en nuestras conversaciones, sumido a menudo en profundas reflexiones. Debimos darnos cuenta de lo que tramaba cuando nos pidió un plano de la casa. A media noche nos despertó un ruido atronador. Al bajar advertimos que mientras dormíamos había tenido lugar la Guerra de los Mundos. H.G. había desaparecido, aunque esparcidos por toda planta baja había una cantidad abundante de restos de marcianos. Esa mañana tuve que justificar ante la policía local mis reiterados paseos al contenedor de basura.
En otra ocasión fue García Márquez el causante de que se nos estropearan los alimentos del congelador. Se excusó diciendo que a veces añoraba aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Las peleas entre Santa Teresa de Jesús y el marxista descreído de Lafargue eran constantes. Ni siquiera la mediación de León Tolstoy, al que acreditaba su experiencia como autor de Guerra y Paz, consiguió apaciguarlos. Ni mejoraba las cosas, pese a su afán por ayudar, Gloria Fuertes, con sus peroratas infantiles sobre patitos y globitos, con las que nos perseguía por toda la casa, al tiempo que intentábamos evitar al gafe de Horacio Quiroga, que acabó suicidándose en el baño.
El caso es que, lo mismo que llegaban, desaparecían de improviso. Se esfumaban en el aire como vapor de agua. Al menos, el día en que las autoridades decretaron el fin del aislamiento, contemplamos con emoción el delicado crepitar, sobre el alero del tejado, donde había quedado atrapada, de una de las rimas de Bécquer, que fue el último en salir.

¡Tercer premio!
Me escupe por rojo
Jesús Gelo
(Truco

Jesús y Martín o Martín y Jesús. Tanto monta...
Elvira, mi vecina, tiene las caderas anchas y el pelo ondulado, aunque no siempre la vi de esta manera. Está casada con un militar y tiene dos hijos adolescentes, lo que no le impedía espiarme mientras me duchaba. Uso bien los tiempos verbales, sí. Sigue casada y con hijos, pero ha dejado de acecharme, a pesar de que ahora nunca bajo la persiana del baño.
Lo nuestro fue breve y explosivo, comenzó por venganza y terminó por no afear a mis camaradas republicanos. Me tocaba las narices que su marido y sus hijos salieran cada tarde a las ocho en coche por el pueblo con el himno de España en la radio y gritando «¡Arriba España!», con la excusa de agradecer a los sanitarios su labor y con la certeza de saber que no serían multados por sus amigotes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Así que harto de su celebración, dejé abierta la puerta para que Elvira entrara en mi vida.
Empecé a ducharme cada día a esa hora y cuando advertí que acudía a la cita desde su ventana sin faltar una, me masturbé para ella a pesar de que no me excitaba en absoluto. Al día siguiente nos masturbamos juntos en la distancia. Y al cuarto día, dos escaleras salvaron la tapia que nos separaba y gozamos juntos en mi cama.
Esa, y otras tardes, la transformaron ante mis ojos. La que antes era una señora toda anchura y retocada, se esculpió en la mujer que hoy acompaña mis solitarios sueños de soltero. Tras poseerla, quise ir más allá en mi burla. Pedí por internet un centenar de banderitas de España. Cuando llegaron por correo, había pasado ya seis tardes gloriosas con Elvira. Salí al balcón de mi habitación y colgué seis banderas con pinzas de la ropa. Mi vecino el militar, lejos de sospechar, empezó a saludarme cuando coincidíamos tirando la basura, y Elvira, cuando vio aquello, me cabalgó con una pasión que no había conocido nunca, fruto, digo yo, de un fervor españolista.
Aunque mi actividad política era poca entonces, cuando mis amigos supieron que un rojo adornaba el balcón con enseñas españolas, Inma apareció en mi casa el 13 de abril con mascarilla y una bandera republicana. Aquí te traigo esto, para que no olvides qué día es mañana, que enfermo debes
estar para tener la fachada así.
No me atreví a explicarle la causa ni a dejar de colgarla en el balcón. Cuando al día siguiente Elvira entró en mi dormitorio, cachonda y desnuda, y vio el cambio, me insultó, me golpeó y me dejó empalmado y para siempre.
Elvira no ha vuelto a espiarme. Su hijo sí, pero no acaba de ser mi tipo. Su marido ahora me escupe cuando paso por su lado. Nada me consuela el haberla perdido, pero al menos me reconforta pensar que el militar solo me escupe por rojo, el muy cabrón.


Premio a la dulzura y la importancia de las historias sencillas
Confinamiento
Cary Mellado
(La vecina del segundo B)
Cary y Virginia Woolf en su "azotea propia"

Era una primavera preciosa. Daba gusto estar sentado en la terraza leyendo un libro. Sólo había un problema: no se podía salir de casa. Un ogro con púas estaba a las puertas del bloque y quien saliera corría el riesgo de ser devorado.
Todos veían en la tele los estragos que el ogro estaba haciendo: ¡Había que quedarse en casa! Al principio todo siguió igual. Parecía que era un descanso de fin de semana. Pero los días fueron pasando y llegaron los nervios y los agobios. En la tele seguían ordenando que todos se quedaran en casa. El ogro seguía al acecho.
Todos los días, a las ocho de la tarde, los vecinos desde las terrazas aplaudían para animar a las personas que se estaban enfrentando al ogro con púas y para animarse a ellos mismos.
Una tarde, la vecina del segundo B, la señora mayor que leía en su terraza, propuso al resto de los vecinos hacer cada día un minirrelato y por la tarde, después de los aplauso s los leerían. Era una forma de distraerse y disfrutar. Todos aceptaron.
A la tarde siguiente todos estaban preparados. El vecino del primero A dijo que él comenzaría. Y leyó:
“Este ogro con púas viene a por todos. Entró en la residencia de ancianos donde estaba mi padre. A él lo atacó y murió. No pudimos estar a su lado para dale el último beso. Estamos muy tristes”.
Todos los vecinos aplaudieron y se entristecieron.
La vecina del primero B reclamó nuestra atención. Y leyó:
“Yo trabajaba en un h otel. El ogro espinoso ha hecho que tengamos que cerrar y yo me he quedado en el paro. Ahora estoy aquí confinada. No sé si podré volver a mi trabajo. ¡Maldito virus de mierda que la vida me ha truncado!”
Más aplausos. Todos preocupados por el futuro de la chica del primero.
Con voz nerviosa y risueña, el niño del segundo A dijo que le tocaba a él. Y leyó:
“Yo quiero ir al colegio. Estoy harto de estar en casa. Quiero estar con mis amigos y jugar en el parque. Echo de menos a mi maestra. Me gusta estar en mi clase.”
Hubo risas y aplausos. Todos comprendían al niño.
Por fin le tocó el turno a la señora del segundo B. Y leyó:
“A mí no me da miedo la muerte, pero temo al sufrimiento y a la soledad. Por “A mí no me da miedo la muerte, pero temo al sufrimiento y a la soledad. Por eso hago cosas para alejar estos miedoeso hago cosas para alejar estos miedos. Para mí es bueno escribir y leer: me ayuda a s. Para mí es bueno escribir y leer: me ayuda a vivir. Añoro a mi familia. Pienso en mis amigos. Deseo ir de compras. Quiero pasear. vivir. Añoro a mi familia. Pienso en mis amigos. Deseo ir de compras. Quiero pasear. Necesito sentir el viento en la cara mientras paseo por la orilla del mar.” Necesito sentir el viento en la cara mientras paseo por la orilla del mar.”
Aplausos de nuevo. Y ya se despidieron hasta el día siguiente con la promesa ta el día siguiente con la promesa de seguir escribiendo, seguir contando lo que se estaba viviendo, seguir expresando de seguir escribiendo, seguir contando lo que se estaba viviendo, seguir expresando los sentimientos. Y a la vez alejar de la puerta al ogro con púas.los sentimientos. Y a la vez alejar de la puerta al ogro con púas.

Premio a la mejor reflexión sobre el confinamiento
La primavera robada
Carmen Romero
(Lucía)
Carmen y Piper, escribiendo en casita


Me han robado una primavera y el ladrón ha sido muy sutil, silencioso, meticuloso, ha llegado de puntillas, me la ha quitado, y cuando quise darme cuenta, ya era demasiado tarde y ahora la añoro y echo de menos poder empapar mis sentidos del dulce aroma de azahar que inunda las calles y el manto blanco que deja en la tierra. Que los pies se me queden pegados al caminar por las calles de Sevilla, llenas de cera de los penitentes. El olor a canela y clavo que desprende el Nazareno en la madrugada, mientras nuestras Esperanzas se van cada una a una orilla del río. Cómo me embriagaba el olor que salía de las casas, ávidas de continuar con las tradiciones de nuestras abuelas, entregadas a la labor de enredar sus manos con masas y panes en almíbar. Echo en falta el polvo dentro de mis botas, después de caminar por las arenas, y que el sol curta mi cara y mis brazos tornándolos de color bronce. Echo en falta el olor a salitre. Las eternas noches de charlas sobre cualquier cosa, junto a una copa y un buen puñado de amigos, en un porche cualquiera. Las risas porque sí, y las lágrimas ¿Por qué no? El cálido abrazo de un familiar al que no me permiten abrazar. Deseo que el reloj mueva sus manecillas de forma correcta, porque ahora está un poco desconfigurado, perdiéndome muchos amaneceres y soñando noches eternas. Que vuelva mi monotonía diaria, que está desbancada por un sinfín de actividades para no caer en la monotonía de la cuarentena. Y a la vez estoy cansada de tener que estar contenta cuando no me apetece, de aparentar que no pasa nada, cuando sí que pasa. De ver continuamente los caretos de los políticos pidiéndonos paciencia y alegrarse porque llevamos menos muertos que en otro país. Estoy harta de netflix, de Movistar plus, de Canal Disney, de los programas basuras en la televisión. Del desfile de número de muertos, de enfermos, de curados, de las mascarillas, de los guantes, de las colas en los supermercados, de salir a aplaudir a las ocho de la tarde. Necesito que todo esto pase, y que pase pronto, cierro frecuentemente los ojos muy fuertes, para ver si cuando los abro, esto ya ha pasado, pero no es así. Estoy seguro de que saldremos de este mal sueño, pero también estoy seguro de que nos dejara muchas cicatrices. Solo me queda el maravilloso resquicio de los jueves, momento en el que me reencuentro con mi yo, y con mis compañeros del difícil arte de la escritura, me quedo inmóvil y escucho como las palabras acarician mis sentidos más íntimos, y me hacen viajar por la primavera robada.

Premio a la mejor lectura radiofónica 
desde "La guerra de los mundos"
Camino a casa
Maite Márquez
(Nostradamus
Maite desde su balcón lleno de luz
Yo no quise pensarlo. Aquella luz me atrapó desde el cielo estrellado de un enero casi primaveral. Pensé que era un avión que venía de frente, había visto otros así. Por más que esperé que se moviese, no avanzaba. Mi mente divagaba entre respuestas fantásticas y racionalidad. ¿Era una nave espacial? Qué absurdo. Deseché esa idea casi antes de hacerla consciente. Sería un planeta, ¿pero cuál? No sé cómo, pero supe que algo estaba pasando. No había visto nunca una estrella de ese tamaño y resplandor.
Caminaba por la acera en dirección a mi casa, volviendo una y otra vez la mirada hacia aquella luz inquietante. La imagen de una invasión extraterrestre aparecía ante mí, con visiones de películas que anticipaban un ataque por sorpresa a la humanidad. Y un deseo interno afloró, reclamando algo que hiciese cambiar la sociedad. El sufrimiento de tantas personas llegó hasta mí de golpe. No podíamos seguir así.
Me pareció estúpido imaginar una invasión extraterrestre y sin embargo, me vi alzando una plegaria, no sabía a quién. Estaba en calma y al mismo tiempo mi pensamiento bullía rápido. Era como si yo fuera un espectador de lo que surgía dentro de mí. Veía todo lo que iba mal. El cambio climático que producía catástrofes. La velocidad a la que nos movíamos cada día y que nos agotaba hasta en el ocio. Guerras olvidadas que dejaban miles de historias rotas. Y allí mismo, atrapado por aquél destello, vencí el miedo a ponerle palabras a mi deseo. Sin que salieran de mis labios las pronuncié al infinito, clamando a un dios desconocido, a un ente sin nombre ni forma. —Tú puedes—, le dije mientras veía un mundo donde cualquier persona era consciente del daño a las demás.
Seguí el camino a casa con el convencimiento de haber sido escuchado y al mismo tiempo una voz interior quería negármelo, hacer que lo viera como algo infantil. Pero mi paso tenía otra determinación o la sentía en mi pecho, que adoptaba una postura marcial. Pocos días después, la noticia de un virus en China que se expandía a gran velocidad, fue la señal de alarma. Me planteé si ésa era la respuesta a mi llamada. Cada día seguía las noticias. Al principio tranquilizadoras, a pesar de que aparecían casos en puntos distantes.
La velocidad del contagio hizo que tomara proporciones de pandemia y uno tras otros se fueron cerrando todos los países y luego las personas en sus casas. —Así no— dije a quien quisiera escucharme, de nuevo con palabras sin sonido. Pero algo me decía que así tenía que ser. Y cada mañana, con el recuento de casos y muertes, quería decir basta y la respuesta era —Todavía no—.
Entre estas cuatro paredes, sin hablar esto con nadie por miedo a que me tomen por loco, espero que esto acabe mientras anticipo el caos que precede a la transformación.



Premio al entusiasmo y las ganas, dignas de un premio
No hay manera
(Ezra Laverna)
Ezra Laverna en un dibujo a mano alzada
—No me arrepiento de nada. Pero quiero entregarme.
El policía estaba haciendo su ronda habitual cuando ve a Marquitos, se disponía a llamarle la atención, pero este comienza a relatarle los hechos. Él, incrédulo, sabía que Marquitos era un mentiroso compulsivo y hacía lo que fuera por llamar la atención, como cometer hurtos o iniciar peleas en las que siempre terminaba perdiendo.
Con el confinamiento sólo salir a la calle provocaba esa atención, necesidad que venía de un padre cuyo gesto más amable era gritarle y una madre para la que Marquitos quedaba en segundo plano. Si acaso tenía el afecto de su abuela, ya longeva y con inicios de Alzheimer que se confirmaban con los despistes peligrosos que formaban parte de la cotidianeidad.
—Mire, señor, he sido yo.
—¿Cómo que has sido tú, Marquitos, ¿qué chorrada has hecho esta vez? Anda, vete para casa que vas a poner en riesgo a tu abuela.
—He sido yo quien ha provocado los incendios que salen en las noticias.
—Marquitos, no me cuentes eso, que te voy a tener que detener y si es mentira vamos a tener que hacer mucho papeleo para nada. Que tú eres muy fantasioso Marquitos.
—¡¡Le digo que he sido yo, que me quiero entregar!!
—Vamos a casa de tus padres. Venga, tira, que si no te voy a detener y multar por saltarle el confinamiento y eso ni puñetera gracia le va a hacer a tu padre, que no estáis para andar pagando cosas por tonterías.
El policía, lleva a Marquitos a casa. Y explica lo sucedido a la familia.
—Ay, mi Marquitos, si es lo más bueno que tiene este mundo, algo torpe y despistado, y con mucha fantasía, de tanto echarles las culpas ya se las carga él solito. Pobrecito mi Marquitos. — relata la abuela
—El niñato este qué ha hecho ahora— exclama el padre pegándole una colleja.
—Venga, vamos a olvidarnos de todo, que ha sido otra rebeldía del chaval— dice compasiva la madre.
—¡Qué he sido yo quien ha provocado los incendios, ostia! — grita el adolescente frustrado.
—Voy a hacer como que no ha pasado nada, pero si vuelvo a ver sin sentido a alguno fuera de la casa tendré que tomar cartas en el asunto— sentencia el policía, y se marcha.
Marquitos nervioso va a su habitación, cuando no decía nada le echaban las culpas cuando confesaba no le hacían caso. Creía que el mundo estaba siempre en su contra, hiciese lo que hiciese. El padre un maltratador, la madre una para nada y la abuela ya vieja, con Alzheimer y de riesgo y él sin poder salir, viviendo en ese mundo amargo. Quería acabar con todo, salir de ahí y no había manera.
Esa noche la abuela deja abierto el gas después de cocinar, ya todos estaban dormidos, nadie revisa nada y Marquitos se queda dormido fumando un cigarro en el sillón del salón de un piso de 50 metros cuadrados.


Premio al relato más largo
Vida de perros
Pía Alliende
(La americana escribiente)
Pía y Buck, juntos y confinados, en tierras americanas
De pronto, toda la familia estaba reunida bajo el mismo techo las 24 horas del día. Desde el más pequeño en primaria hasta el dueño de casa, un tío cincuentón, cuya pelada prematura lo hizo verse viejo a los treinta. La madre está escondida en su habitación desde que todo comenzó, conectada al computador y el teléfono todo el día. Dirige un colegio y los mensajes que recibe hacen bailar la cama con su vibración. Casi tanto que por un momento creí, cuando la estaba acompañando, que mantenía una sesión privada de placeres que el padre quizás no le puede dar en estas circunstancias rodeados de cinco chiquillos. La pobre, tiene unas ojeras profundas y una flacura que solo ella entiende.
Al comienzo todo me pareció perfecto. De no recibir ni un cariño, me llené de mimos. La hija del medio había peleado recién con el novio, por lo que me agarró como si fuera una muñeca de trapo y me dejó empapado del lloriqueo que se pegó. Hasta me usó de pañuelo, pues se había acabado el papel higiénico. El menor, comandado por su padre, quien le dijo que me bañara, me metió a una tina perfumada de lavanda. Aunque no me gusta mucho la parte del agua o la del secador de pelo, pues me dan miedo, cuando llegamos a la parte del cepillado, lo agradecí. Tenía varias pulgas que hacía un tiempo me estaban molestando. A las 6 de la tarde. el hijo segundo me llevó a pasear, previa sacada de salvoconducto por internet y una aplicación que se baja al celular. Se asume que los pobres no tienen ni un perro que les ladre. Nos fuimos pateando una pelota de fútbol al parque más cercano. Me hizo correr como nunca. Quedé con la lengua afuera, aunque feliz. Ya ni me acordaba lo que significaba ponerse a correr con las orejas al viento.
Por la noche, la hija mayor me vistió de caperucita roja, pues tenía que hacer un proyecto para un curso online de fomento a la lectura. Eso sí me echó de su habitación cuando se dio cuenta que la pata de la cama estaba toda meada. El hijo cuarto me llamó y yo fui ilusionado, pues no me gusta que me regañen. Me puso frente a la computadora y me dijo que le hablara a su amigo Julio. Yo no veo nada, aunque le dice algo a la pantalla que yo apenas logro descifrar. Pongo ojitos de perro apaleado y él me abraza y me rasca el pecho como a mí me gusta. Finalmente, esa noche, en vez de ser desterrado a mi fría casucha en el rincón más desposeído de esta casa, el más pequeño me deja meterme entre sus sábanas. A pesar de que ya estamos entrada la primavera, todavía hace frío, por lo que los dos ganamos.
Ya llevamos tres semanas así. Los baños diarios han aumentado a dos por día. Tengo varias manchas en el cuerpo por la psoriasis. Hasta el canario del vecino deja de piar cuando me cepillan. Nadie me echa cuenta. El veterinario hace consultas solo online y cobra igual. Dice que él también tiene que comer.
Los paseos se han multiplicado por catorce, pues cada miembro de la familia quiere tener su recreo de una horita de ejercicios o caminata por el parque. Por suerte, ya no me llevan al supermercado desde la vez que a la vuelta me comí una de las bolsas, incluida la tela. Y ya no aguanto las sábanas ni los mimos. Tengo un canal de youtube
para chicos de tres a ocho años, y mi cuenta de Instagram ha llegado a los 10.000 seguidores.
No sé qué pasó esa segunda semana de marzo del 2020, pero yo, lo que sí sé, es que añoro los tiempos en que pasaba tirado en la alfombra, a la lumbre de la chimenea, sin hacer nada, absolutamente nada.


Premio a la mejor historia de amor en tiempos de confinamiento
119
José Luis Castellano
(Poetisa)
José Luis, nuestro homo dramáticus, leyendo a dos manos
Ciento diecinueve días. María recuerda cómo, al escribir en su diario de cuarentena las anotaciones del día 19 de confinamiento, una doble pulsación hizo que apareciera en la pantalla 119. Entonces le entró un escalofrío, pensando que pudiera durar tanto. Hoy se cumplen esos ciento diecinueve días, diecisiete semanas desde el principio, y por fin, una vez levantadas parcialmente las medidas del estado de alarma, se puede salir a la calle con más libertad.
Se dirige impaciente hacia la plaza, donde ha quedado con algunos de sus compañeros de clase. En su recién estrenada adolescencia han experimentado una situación traumática que están dispuestos a superar. Mañana algunos se van de vacaciones. Porque ahora sí se puede ir a las playas, y a su segunda vivienda, quien la tenga.
En la plaza estará él. La última vez que se vieron los dos en persona, sucedió. Con las manos juntas, los corazones palpitantes y los ojos cerrados, el beso de despedida fue esta vez en los labios, el primero. «Hasta mañana, César». «Hasta mañana, María».
¿Mañana? ¡Ciento diecinueve días! Y cada uno de ellos el baile de cifras: personas analizadas, contagiadas, en cuidados intensivos, fallecidas, curadas… Su corta edad no le ha impedido darse cuenta de los dramas pasados, y entrever los que vienen.
«Si duro es el confinamiento en casa, más lo debe ser fuera», piensa acordándose del personal sanitario que elige seguir en los hospitales y dormir en improvisados alojamientos, antes que volver a sus hogares y exponer a contagio a sus seres más queridos.
Mientras camina observa que casi todo sigue cerrado este primer día, aunque ya hay mucha gente en las calles, con mascarillas, porque ahora es obligatorio. Algunos siguen llevando guantes. Hablan entre ellos, pero no se tocan y van más separados de lo que era normal. «Ojalá ese llamado distanciamiento social no haya venido para quedarse». Se saludan al encontrarse unos con otros, pero sin abrazarse, ni siquiera estrecharse las manos.
«Si duro ha sido este período, más lo van a ser los próximos meses, o años» —piensa acelerando el paso. Lo ha escuchado muchas veces: que el deterioro de la situación económica mundial no ha hecho más que empezar, que les va a afectar a todos, que puede haber más víctimas por hambre que por la pandemia, y otros pronósticos derrotistas, aunque posibles.
Llega a la plaza. Allí está su grupo. Se vuelven hacia ella al verla pero… ¿qué les pasa? Están separados, todos con mascarillas y algunos con guantes. Llega hasta ellos. «Hola». «Hola». Efusividad verbal, pero sin abrazarse ni chocar mejillas o manos. Entonces recuerda que ella también lleva mascarilla, que también su sonrisa está secuestrada, y que de su rostro, como del de sus amigos, apenas se ve la mitad.
Uno de ellos se adelanta, acercándose mucho más de lo ahora normal. «Hola María». «Hola César». Con los corazones palpitantes, se miran a los ojos, se quitan las mascarillas, unen sus manos sin guantes, se abrazan, se besan… se aman.


Premio al relato más original y catadióptrico
Yak
Teresa Rodríguez 
(Miriam)
Teresa con mascarilla a juego con la primavera
Estoy tumbado, esperando que mi mejor amigo termine de prepararse para salir a la calle. Cada día tarda más, prepara un montón de cosas antes de irnos.. Yo me he acostumbrado y mi reloj biológico también.
—¡Vamos
Corro a su lado por fin abre la puerta. Nos paramos delante del ascensor. Tantea todos los botones, pero no se decide, desde que se pone esas manos azules se ha vuelto muy torpe e inseguro. Tengo que tener más cuidado con él.
Las puertas se abren solas ¡Vaya suerte! Miro a Miriam que acaba de pasar y le ladro alegre. Juan gira la cabeza, busca algún sonido especial para saber por qué ladro.
—Venga, lo primero a a la panadería que tiene un poco de todo, ponte a mi lado.
Camina por la acera y con una mano sujeta mi correa, con la otra tantea las paredes, pero aún así se desorienta. Tiro un poco a la derecha y le voy corrigiendo la trayectoria.
—Hola, Luisa. Lo de siempre
—¡Oiga! Guarde la cola y la distancia de seguridad.
Le gruño, no me gusta el tono de ese hombre. Luisa me habla, con su voz dulce me tranquiliza. Busca una silla y sienta a Juan lejos de la gente hasta que le toque su turno.
Una vecina le cede la vez. Luisa ya tiene preparado su pedido, le coge el dinero extendido en su mano, con los guantes no sabe el valor de las monedas.
De vuelta voy muy contento, ahora me toca a mí. Rodeamos el parque al que antes veníamos más, ahora está cerrado. Llegamos a un pequeño descampado, ya no me suelta, me sujeta fuerte, temo mancharle los zapatos y los pantalones. Cuando acabo intenta limpiarlo.
Se sienten carcajadas desde un balcón. Yo gruño y ladro, no me gusta, presiento, que no es buen tipo. A Juan le cuesta abrir la bolsa y recoger las deposiciones. Me obliga a no ladrar pero no dejo de fijar mi mirada en él.
Los paseos son más cortos ahora, subimos las escaleras para alargar el tiempo y hacer un poco más de ejercicio. Delante de nuestra puerta, se quita las manos azules y suspira de alivio. Noto que vuelve a ser el mismo, su seguridad regresa. Con la puerta cerrada, me lava las patas con un líquido que huele fatal y me deja suelto. 
El limpia todo hasta dejarlo como estaba. Se sienta en su sillón y me rasca la cabeza, nos quedamos dormidos. Ya comeremos luego, esto puede esperar.



Premio LGTBI al confinamiento más inclusivo
Encerrados con un solo juguete
Pedro Guichot
(Shangay Lily)
Pedro o "La fuga de Alcatraz"
Cuando nos encerraron en nuestro propio hotel de Shanghai, hace casi cuarenta días, nos pusieron en la puerta a Marcelo y a mí, junto con los primeros boles de fideos, un lote de libros en español, que no sé de donde leches se habrían sacado los chinos. Serían de antiguos huéspedes españoles, porque tienen dobleces para marcar las páginas, nosotros siempre tan cívicos. Uno, de un tal Marsé, se llama “Encerrados con un solo juguete”, que oportuno. No lo he leído porque empecé otro del mismo tío, “Si te dicen que caí” y no me enteraba de nada, aunque tiene alguna escena erótica que no está mal. A Marcelo sí que le encantó. Le llama “Chi te dichen ke kaí”, porque una de sus bromas para hacerme reír –estoy un poco depre —, es traducirlo todo a un chino macarrónico que se ha inventado. Un buen chico, Marcelo, pese a su “problema”.
Cuando hacemos videoconferencias, en el portátil compartido que tenemos, Mireia, mi mujer, se parte de risa, la cabrona, con que me haya tocado encerrarme con un gay. Se lo decía yo en Madrid, que la compañía ya podía alojarnos en habitaciones separadas, como cuando me toca ir a un congreso con una compañera. Y yo no soy homófobo, que conste, pero Marcelo es que es muy gay, casado con un tío y hasta, mira por donde, con un hijo de ocho meses, adoptado claro, que su marido—se me hace rara la palabra—le pone todos los días al ordenador y se les cae la baba a los dos. Bueno, a los tres, porque ya hay confianza y al final me dejan asomarme a la pantalla un rato.
Mireia y yo no tenemos hijos y ya con 50 no vamos a tener. “Los hijos que no tuvimos”, que decía el Aute, que por lo visto también se ha muerto. Dice Mireia que en Madrid están muy mal, peor que nosotros. Y será verdad porque aquí parece que estamos a punto de salir de la cuarentena.
Marcelo es muy buen chico, lo reconozco. Tiene relimpia la habitación, que si fuera por mí estaría hecha una leonera. Hace lo que puede por mantener alta la moral y se marca unas tablas de gimnasia de impresión. Así está de cachas el tío, aunque con su edad yo también estaba bueno.
Los días que estuve bastante jodido, porque tengo claro que el virus lo he pasado, me ponía la mano en la frente sin miedo y no se conformaba con esos termómetros a distancia que han inventado los chinos. Hasta me llevaba a la cama los putos fideos y el pollo frito que nos dejan en la puerta. No es mal chaval para nada, no, y confieso que le he cogido mucho cariño.
Vamos, que si no fuera porque es una mariconada y qué va a querer él con un viejo de cincuenta, me metía esta noche en su cama y le daba una sorpresa.


Premio a la participación sorpresa
En familia
María Morales
(Samanta Pica)
Escritora precavida ¿vale por dos?
En cuanto el instituto suspendió las clases, mi madre decidió que nos iríamos a la casa de la abuela en el pueblo, por lo que pudiera pasar. A mí no me importó demasiado; con un pijama, el ordenador y los apuntes puedo aguantar lo que me echen hasta selectividad, peor se lo tomó mi hermano que tuvo que dejar a su churri y está convencido de que a la vuelta ella se habrá casado con otro. Pandemias a la Jésica. ¡Ja!
Para mi padre, que desde que le dieron la total permanente no pisa la calle, ha sido la oportunidad de mover el coche y cambiar de aires, o de sofá, porque más cambio no ha hecho. Sigue viendo «Ana Rosa» cada mañana y no perdona el «Sálvame», aunque esa panda de maricas, como los llama a voz en grito cada vez que mi madre trata de dar una cabezadita, la hayan tomado ahora con la pobre Terelu Campos, ideal de hembra española por la que guarda como oro en paño el interviú donde enseñaba las tetas. Si ni siquiera se le ven, protesta mi madre cada vez que la revista aparece fuera de su escondrijo. Es que es una mujer de categoría, no como otras guarras, responde mi padre mientras la esconde de nuevo.
Pero es mi abuela la que peor lleva el encierro, que una cosa es que vengan una vez al mes por ver si me he muerto, le cuenta a Modesta por la ventana del que ahora es mi cuarto, creyendo que yo no me entero, y otra muy distinta es tenerlos a todos aquí, apiñados, que hasta tengo que ver misa de doce en la televisión de la cocina porque el señorito no consiente que le cambien Telecinco.
Así andamos desde entonces, con mi padre despotricándole a la tele, mi hermano amenazando con suicidarse por cada berrinche de la Jesi, mi abuela, Señor ten piedad, persignándose ante la olla exprés y mi madre empeñada en jugar al bingo por las tardes cuando termina la ronda de aplausos callejeros y el niño de la Modesta ejecuta un solo de trompeta vestido con el uniforme de la banda municipal, aunque a mí me da que se deja el pantalón de chándal y que muy bien tampoco le sale. Como poco más tengo que hacer, bajo un rato a cantar bolas, total, a mamá le alegra que estemos todos alrededor de la mesa camilla tachando números de un cartón. De repente, parece que todas las familias son muy felices juntas, pero si como dice el telediario al final se suspende el curso, a mí me va a costar un año más irme de Erasmus, y no digamos a mi hermano volver a tener novia, que si viene otro virus de mierda como este, virgencita, virgencita, nos pille al menos independizados.
¡El dieciocho! Un uno y un ocho. A la abuela le pica el…
Niño —grita mi padre y me da un pescozón—, vigila esa boca ¡Coño!


Comentarios

  1. ¡Bravo!
    Por el certamen, los premios, las ganas, el entusiasmo que contagias hasta a las que hemos dejado de escribir.
    Gracias gracias.
    Lamae

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  2. Qué bien lo pasamos. Y cómo disfrutamos con los relatos. María, eres única motivando. Lo que tú no consigas. Te quieroooo.
    Nostradamus

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  3. Siempre tienes buenas palabras para todos. Te queremos.

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  4. Una sesión que pasará a la historia. Esperemos repetir en libertad. Gracias María

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  5. Qué bien María! Eres mi ídola! No solo logras entusiasmarnos, sino que te las arreglas para incluirnos de manera maravillosa en tu blog. Gracias desde los Estados Juntos.

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  6. Wow. Ha quedado precioso.

    Gracias por motivar con tanta pasión.

    Eres única.



    Ezra Laverna ;)

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  7. Enhorabuena!!!
    Me encanta leeros y estáis geniales en las fotos.
    Besos.

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  8. La mejor historia de amor la seguís escribiendo, día a día, Cesar y tú María, con confinamiento o sin el

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  9. Me encanta. Gracias por incluírnos en tu blog. Ha quedado estupendo. Y el certamen fué genial. Qué bien lo pasé. María eres una gran maestra. Nos anima a escribir y sabes resaltar lo bueno que hay en cada relato. ! Qué feliz soy de estar en este grupo! ( Nosotr@s l@s escritor@s y el jurado, que ha dado mucho juego)

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