Nada crece a la luz de la luna

Una mujer habla mientras un hombre escucha a lo largo de toda una noche. No se conocen, si se conocieran ella no le contaría lo que está a punto de contar. No tienen nombre el uno para el otro, mejor así. Solo tras varios cigarrillos fumados con ansia y unos tragos de vino que su anfitrión le ofrece, la mujer, que ni siquiera consiente en quitarse el abrigo pese a que el hombre le trae un radiador y procura que se sienta cómoda, regala a su oyente lo único que realmente le pertenece y nadie ha podido arrebatarle; la historia de su vida contada por ella misma. 

«No tengas prisa, porque entonces no voy a poder. Ya ves que lleva su tiempo. Necesito tiempo, pues tengo que pensármelo para no mentir. Ya no quiero mentir más, ni callar más. Estoy muy acostumbrada a mentir, ¿sabes?».
La noche envuelve con sus luces y ruidos a estos dos seres unidos por una soledad mutua y un dolor antiguo. Ella solo le pedirá que no se duerma, que no la juzgue y que la crea. Sobre todo que la crea.
«Estoy representando una obra ¿vale? Todos lo hacemos. Pero sucede que a veces nos representamos a nosotros mismos alguna vez».

Y lo que parece una vieja historia de amor (que por supuesto lo es), es a la vez una historia que contiene otras mil historias más, como la vida. Y esta mujer, tan joven, tan incomprendida, tan pobre, hablará de las desigualdades que hay entre herederos y desheredados, el cruel destino que entre estos últimos padecen las mujeres, los niños y niñas que no piden nacer pero lo hacen para seguir sustentando la rueda de la miseria. Una mujer que atisbará la riqueza que encierran los libros, únicas ventanas al exterior de las pesadillas si exceptuamos al amor, y las lecturas la ayudarán a pensar, a ser una persona crítica y rebelde ante una realidad que la aparta en las cunetas sin darle una oportunidad de llegar a ser feliz. Hablará también de religión, es inevitable, con una clarividencia sencilla e hiriente por los dobles raseros con que todo se mide. Y hablará del cuerpo, hablará mucho de su cuerpo, de su mente en lucha constante con el corazón y hablará, ¿o no habla y tan solo la muestra? del alma.

Nada crece a la luz de la luna ha estado en mis estanterías ni se sabe el tiempo. Lo compré, cómo no, por su título perfecto y rotundo, por el impronunciable nombre de su autora, por la portada en colores grises, verde oliva y letras rojas. Incluso puede que por esa mujer de espaldas. Enumerar todos los motivos por los que lo compré es, visto en perspectiva, tanto como decir que lo compré por nada. Y sin embargo, lo hice. Ha tenido que llegar una pandemia para que lo rescate del sinsentido de mis elecciones subconscientes y comenzara a leerlo en uno de esos impulsos que me salvan de la inercia a permanecer quieta, a no hacer nada. A lo mejor, seguro, no era el mejor momento para una historia así pero es que nada ocurre en el mejor momento.Todo sucede sin más y nosotros, escribientes, asumimos si nos llama demasiado la atención la tarea de encontrarle algún sentido.

En Nada crece a la luz de la luna hay solitarios, borrachos, mujeres desesperadas, músicos, locos, desquiciados por la culpa de un pasado que nunca se puede borrar pero que se puede contar como último recurso. Y eso es lo que aquí hace esta mujer, contar, contarlo todo antes de que amanezca. Porque el sol nos puede quemar y debemos protegernos de su luz pero la luna, con su frío reflejo, nos permite salir a contemplarla sin riesgo de achicharrarnos.

«Los seres humanos sienten debilidad por la luz de la luna. No los ciega. No los abrasa».

Termino con Tocata y fuga en re menor de Bach. Tendréis que leer este libro para saber porqué.



Comentarios

  1. Menuda reseña.
    Te lo pediré, sin duda.
    Gracias por la primicia.
    Muuuac

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  2. Una vida intensa. Habrá que leerla. Y es verdad que en un tren o en un autobús, se suelen contar muchas cosas que una lleva dentro al pasajero o pasajera que llevas al lado y qué sabes que no lo vas a volver a ver. Magnífica reseña, María

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