Tea Rooms

Un mes he tardado en coger un libro y leerlo sin más pausas que las que la vida impone. Se trata de "Tea Rooms", una historia que me ha sacado de la árida sequía lectora. Ya llegarán las vacaciones y los días largos de luz y horas en las que poder leer leer y leer.
Y escribir escribir y escribir, claro está.
Por lo pronto y, ya que últimamente vivo en el coche, lo he llevado conmigo a todas partes. Este tenía que acabarlo sí o sí.

Luisa Carnés (Madrid, 1905- México D.F, 1964) fue una escritora olvidada entre las olvidadas, aquellas mujeres de la Generación del 27 que fueron borradas de las fotos, los libros y la memoria colectiva pero que ahora han sido rescatadas, para regocijo de quienes leemos y por justicia histórica.
Empezar a leer "Tea Rooms" es retroceder en el tiempo al Madrid de 1934, dos años antes de la Guerra Civil, durante la República. Los movimientos obreros adquieren fuerza y los trabajadores en España empiezan a tener conciencia de clase. Es este un Madrid de revueltas, huelgas y piquetes frente a los de "Asalto".
En este contexto, abrimos la puerta de una pastelería en el centro de la capital junto a Matilde, una joven que necesita trabajar para alimentar a sus hermanos pequeños y a su madre. Alguien que ya sabe de hambre y privaciones, de abusos y explotación. Mujer y futuro son palabras difíciles de conjugar.

"¿Qué mal han hecho estas pobres criaturas? Por ahí se ven otros niños, incluso feos y deformados, con sus buenos trajecitos, sus juguetes, sus perros perfumados; y ellos mismos huelen tan bien... Esos niños van en su coche hasta la escuela, una escuela higiénica, con su hermoso jardín de recreo, su calefacción. En la escuela municipal hace frío, y el mal remunerado profesor sufre de hipocondría, que se esquina contra los pobres niños".

Allí están Paca, Trini, Laura, Marta, Antonia, Fazziello, Cañete, la encargada y el "ogro", como lo llaman, dueño y señor del negocio y de los destinos de sus empleados.

"El ogro" es el jefe supremo, el propietario. Es brusco, grosero, autoritario; adora la disciplina. Cuando llega al establecimiento se dedica a pasar un dedo sobre los mostradores, sobre las vitrinas y la registradora: tira de los cajones, lo hurga todo".

Y veremos desfilar a los clientes y a los proveedores entre bandejas de dulces y salados. Entre mopas, fregonas, estropajos, pasteles de crema agria y botellines de leche. Y asistiremos a la miseria entre la miseria, la de las mujeres, los niños y las niñas. Las miserables entre los miserables. Las olvidadas, explotadas y abusadas mujeres trabajadoras. Aquellas que aún no habían encontrado marido o amante y aquellas cuya edad ya no les permitiría encontrarlos.
De entre ellas, a veces, surgen voces que gritan:

"(...) ya que los hombres luchan por una emancipación que a todos nos alcanzará por igual, justo es que les ayudemos; justo es que nos labremos nuestro propio destino. Antes no había más que dos caminos para la mujer; el del matrimonio o el de la prostitución; ahora ante la mujer se abre un camino más ancho, más noble; ese camino nuevo de que os hablo, dentro del hambre y del caos actuales, es la lucha consciente por la emancipación proletaria mundial.
(...) yo os digo que en este momento terribles por que atravesamos los obreros es un crimen tener hijos; es un crimen lanzar nuevos seres inocentes al arroyo y al hambre. Pero aún hay algo peor, y ese algo peor es la guerra. Esa es la gran tarea que nos atañe principalmente  a las mujeres: acabar con la guerra."

Matilde no quiere un marido que la mantenga, no quiere estar explotada, no quiere que su familia pase más necesidades, no quiere ser prostituta, ni quiere la religión. Quiere ser ella y ella queremos ser todas. Como lo quiso Luisa Carnés. Porque es un acto de dignidad y justicia.

Y no me quito de la cabeza una de las frases de este libro:

"Diez horas, cansancio, tres pesetas".

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